Domingo, 21 de junio de 1981.
Es verano en el calendario. Los Pirineos tendrán que esperar. El viento que sopla entre las montañas estira las nubes del cielo navarro. Tras una noche bajo las estrellas en un saco de dormir demasiado ligero, tomo la carretera de Zubiri a Pamplona. Para calentar, intento alargar la zancada. Hace quince días que salí de La Coquille, municipio del norte del Périgord, en el camino.
La falta de entrenamiento y demasiado kilometraje diario me convierten en un caminante cada vez más inseguro. Me gritan los dedos de los pies. Cada mañana, reemprender la marcha se hace más laborioso.
La falta de entrenamiento y demasiado kilometraje diario me convierten en un caminante cada vez más inseguro. Me gritan los dedos de los pies. Cada mañana, reemprender la marcha se hace más laborioso.
Es cierto que soy un peregrino extraño. No me puse en camino para hacer mis devociones a Monsieur Saint Jacques, allá, al extremo del Finisterre gallego. No camino para salvar mi alma, sino para recoger material para un reportaje. Después de Barret-Gurgand y tantos otros, pongo mis pasos en las huellas de los peregrinos de todos los siglos con la intención de encontrar en camino, historias que puedan interesar a algunos lectores. No camino pues con la estrella. Un gran pecado bajo la Vía Láctea. Así que me faltan los elementos esenciales para superar un persistente dolor de pies, hasta el punto de que me estoy planteando seriamente abandonar.
Un bajón de verdad de la moral. ¿Resistiré?
Caminata renqueante para mí, ciclismo jadeante para el pelotón de gordos que pedalea esta mañana a las puertas de Pamplona. colorados o patológicamente pálidos, con las rodillas hacia fuera, hacen de estas procesiones purgativas un viático que se supone les ayuda a triunfar sobre el estrés y el colesterol. Pero desde luego no sobre lo grotesco, ya que llevan camisetas de campeones. El atuendo de escalador alado sobre un cuerpo regordete desportilla el sueño. Me divertía con esta dudosa estética cuando una ciclista que venía por detrás se detuvo a mi altura.
- ¿Santiago?", pregunta.
Es muy joven. Cruzo la carretera. Es francesa.
- Es usted la primera persona con la que hablo en España desde la frontera. Cuando vi la concha colgando de su bolso, me dije que tenía que parar. Me alegro de que sea francés.
Ahí está, caminando a mi lado, empujando su bicicleta. Su voz es bonita y sus ojos claros. Ojos de un azul tan pálido que apenas se ve el iris. Tiene el aspecto de las mujeres de Modigliani. Imposible tropezar con esta mirada. Menos aún para cosechar. Es transparente. Tengo la desagradable sensación de que yo también soy transparente para sus ojos. Quiero decir para ella. No me mira, me atraviesa. ¿Es el viento? Tiene los ojos llenos de lágrimas.
Se llama Michelle y viene del Norte. Dice::
A los 19 años está terminando su tercer año de medicina. - Michelle con dos eles.
¿Por qué se puso en camino hacia Compostela?
- Lo había planeado desde hace mucho tiempo.
Misterio. Sin embargo, no le faltan las palabras. Es su primera escapada. Sus padres no se lo podían creer. Porque Michelle no tiene el físico de una aventurera todoterreno. Ni el volumen ni la melena. Más bien una caña. Pelo muy castaño sobre una piel muy blanca más hecha para la suavidad interior que para las luchas de pleno sol. Diáfana es una palabra que se ajusta a ella. Pero sus muñecas pequeñas no quitan un alma inflexible. Así es como se puso en marcha con la preciosa bicicleta azul que le regaló su padre, vendedor de bicicletas en Saint-Omer.
Almorzamos en Pamplona. Michelle confiesa que su audacia la confunde. - No hablo español. Pero sé que tendré mucho que preguntar a la gente que me encuentre por el camino. ¿Cómo voy a hacerlo? Como siempre han hecho los peregrinos. Esto me divierte y me preocupa. No sé por qué, pero estoy deseando encontrarme en esta situación.
El denominador común del camino nos empuja a sentir curiosidad por los demás más allá de las similitudes superficiales: narices enrojecidas, labios quemados, bronceados más pronunciados en la parte izquierda y siempre en dirección suroeste. Habla de sus estudios, de lo que espera de la medicina, de sus interrogaciones sobre su práctica. Pero de la razón o la locura que la empujó a ponerse en camino no sé nada. Antes de volver a marchar, me deja su dirección en el Norte. Nunca había visto una letra tan pequeña. ¿Estará relacionado con la naturaleza de sus ojos? Quizá sí. Incluso al abrigo del viento, siguen llenos de lágrimas.
SE VA.
Las pesadas alforjas de la bici dificultan el equilibrio. Sin embargo, levanta la mano del manillar para saludarme.
Un movimiento de muñeca, una sonrisa, el flequillo sobre sus ojos.
Un movimiento de muñeca, una sonrisa, el flequillo sobre sus ojos.
Y me puse en marcha de nuevo.
Hay estelas imperiosas.
Sábado 27 de junio, camino de Cebrero.
Tras cuatro días de caminata (y un viaje en autobús entre Burgos y Ponferrada, ya que no me da tiempo a recorrer todo el trayecto andando como lo esperaba), llego por fin a Galicia. A la monotonía carbonizada de Castilla le siguen montañas de un verde gaélico. Sorprendentemente para la época del año, sopla un viento frío como en tormenta. Empujada por las ráfagas, una ciclista encapuchada me adelanta antes de detenerse un centenar de metros más adelante. Se quita el tocado y lo agita con el brazo. Michelle.
Como en nuestro primer encuentro, empieza a caminar a mi lado, empujando su bicicleta. Me da la impresión de que retoma la conversación donde la dejó, seis días y quinientos cincuenta kilómetros antes. Sin duda impresionado por su valentía, la semana pasada no me había dado cuenta de que cuidaba tanto de no dejar la menor idea en la vaguedad de una formulación insuficiente. Este gusto por la precisión no me había llamado la atención. Recordaba sobre todo su gran ligereza de tono. Una música muy particular que hace posible, incluso cuando se aferra a las palabras, que su voz sugiera que todo esto quizá no sea tan grave. No pesa.
Después de explicarle la gran etapa en autobús que me permitió alcanzarla y luego adelantarla, le hago que me cuente su viaje, sus encuentros. Habla del ladrón que visitó las alforjas de su bicicleta dejada delante del pórtico de la catedral de Logroño.
- Cuando salí de la catedral, aún estaba registrando mis cosas. Le puse la mano en el hombro. Se levantó de un salto y se fue. No insistí. Probablemente hice lo correcto: me había robado la navaja. Por lo demás, me recibieron muy bien en todas partes.
Habla del cansancio del viaje, que la sume en rabietas obtusas sobre pequeños detalles. Este descubrimiento le desagrada.
Como en nuestro primer encuentro, empieza a caminar a mi lado, empujando su bicicleta. Me da la impresión de que retoma la conversación donde la dejó, seis días y quinientos cincuenta kilómetros antes. Sin duda impresionado por su valentía, la semana pasada no me había dado cuenta de que cuidaba tanto de no dejar la menor idea en la vaguedad de una formulación insuficiente. Este gusto por la precisión no me había llamado la atención. Recordaba sobre todo su gran ligereza de tono. Una música muy particular que hace posible, incluso cuando se aferra a las palabras, que su voz sugiera que todo esto quizá no sea tan grave. No pesa.
Después de explicarle la gran etapa en autobús que me permitió alcanzarla y luego adelantarla, le hago que me cuente su viaje, sus encuentros. Habla del ladrón que visitó las alforjas de su bicicleta dejada delante del pórtico de la catedral de Logroño.
- Cuando salí de la catedral, aún estaba registrando mis cosas. Le puse la mano en el hombro. Se levantó de un salto y se fue. No insistí. Probablemente hice lo correcto: me había robado la navaja. Por lo demás, me recibieron muy bien en todas partes.
Habla del cansancio del viaje, que la sume en rabietas obtusas sobre pequeños detalles. Este descubrimiento le desagrada.
- No salí de casa para hallarme con esto. Mi introspección no me interesa. El camino no es eso. El verdadero viaje interior es el que conduce al otro. Cuando usted me preguntó sobre ese tema en el camino de Pamplona, no le contesté. Tal vez le dé la respuesta en Compostela si nos encontramos allí. Iré a esperarle algunas tardes en la Plaza del Obradoiro. Pero no me guarde rencor si no puedo ir. Tendré mucho que hacer. Siempre me cuesta terminar las cosas.
Vuelve a subirse a la bici. Se da la vuelta. Ya sólo puedo ver sus ojos en el óvalo del pasamontañas. Un gesto. Su mano recae demasiado rápido sobre el manillar. La carretera sube.
Miércoles 1 de julio.
Último día del viaje. Tomo una última tortilla en Labacolla. Un peregrino pasa sin detenerse por delante del albergue. Pago, corro. Para ir más rápido, tiro el bordón. Es una peregrina. Una suiza. Luce el gran sombrero oscuro de los antiguos peregrinos. El sol la ha arrugado como una manzana. Sin embargo aún no ha cumplido los cuarenta. Lleva pantalones griegos, una blusa india y dos alforjass. La forma en que levanta los tacones al caminar sugiere que ha sido bailarina. Está llorando.
Me pide que me quede con ella. - Así no será tan fuerte.
Salió de Ginebra el 12 de abril. Sus palabras salen a empellones con gran desorden. Tan gran burguesa como gran viajera, dice haber encontrado una chistera de una civilización precolombina durante una excavación arqueológica en un pueblo de Arizona. También dice que es física en el CERN y mánager de un grupo de rock. Luego habla de su encuentro con Michelle.
- ¿Se ha fijado en sus ojos?
No puedo evitar una sensación extraña. Pero no es sólo su mirada. Hay algo que no entiendo. Lo he pensado: quizá sea porque peregrina en bicicleta. Porque las máquinas se equivocan. Los pies envían ondas a la tierra, que las devuelve en forma de energía. La tierra es un trampolín. Un frontón flexible. El kilometraje es una noción irreal que no tiene más verdad que la de las máquinas. Aunque el kilometraje sea mayor, siempre será más corto caminar por un camino de tierra que por una carretera asfaltada.
Quiero creer que lo que dice es fruto de un gran cansancio. Pero el resto de la historia me deja perplejo. Me confió que había tratado una de sus rodillas con un emplasto hecho de bálsamo de tigre, ambrosía, un trébol de cuatro hojas y agua bendita tomada de la pila de una de las iglesias que visitaba. Curioso por parte de una física.
Mejor aún, me dijo que cruzar Castilla le había proporcionado una experiencia mística.
- Pude dialogar con el arcángel San Miguel. De haber sido otro , no lo hubiera creído... Al principio pensé que no iba en serio. La fatiga, la soledad... Tenía miedo. Aquella noche, había instalado mi campamento cerca de un lavadero. Así que me levanté para ir a beber, como se hace por la noche para ahuyentar una pesadilla. Pensé en Rimbaud cuando decía que se estaba acostumbrando a la sencilla alucinación. Estaba muy asustada. No quería dejarme llevar por el delirio. Así que, a pesar mío, mantuve una conversación con el arcángel.
Después, me dormí de golpe. Por la mañana, recordé la conversación palabra por palabra. Me di cuenta de que tenía que escribirlo en mi libreta. Fue la mañana de esta experiencia cuando conocí a Michelle.
Tanto como hablo con usted, callaba con ella. Sin embargo, no me impresionaba. No era eso. Estaba contenta de estar con ella. Pero al mismo tiempo tenía la sensación de deberle algo indefinible. No era agradable. Así que en un momento, para romper el silencio, recuerdo haberle citado unas palabras de San Agustín que me habían gustado cuando era adolescente y que creía haber olvidado.
Y estas palabras dicen: "El amor debe guiar. Y si quieres reconocer su calidad, averigua adónde conduce". Michelle no había contestado. Me miraba los pies. Me había dado cuenta porque había sentido una sensación de frescor bajo las plantas de los pies, que contrastaba con el escozor de una caminata tan larga. Desde entonces, todo va bien. Y sólo al día siguiente del encuentro establecí la conexión entre su mirada y la del arcángel.
Después, me dormí de golpe. Por la mañana, recordé la conversación palabra por palabra. Me di cuenta de que tenía que escribirlo en mi libreta. Fue la mañana de esta experiencia cuando conocí a Michelle.
Tanto como hablo con usted, callaba con ella. Sin embargo, no me impresionaba. No era eso. Estaba contenta de estar con ella. Pero al mismo tiempo tenía la sensación de deberle algo indefinible. No era agradable. Así que en un momento, para romper el silencio, recuerdo haberle citado unas palabras de San Agustín que me habían gustado cuando era adolescente y que creía haber olvidado.
Y estas palabras dicen: "El amor debe guiar. Y si quieres reconocer su calidad, averigua adónde conduce". Michelle no había contestado. Me miraba los pies. Me había dado cuenta porque había sentido una sensación de frescor bajo las plantas de los pies, que contrastaba con el escozor de una caminata tan larga. Desde entonces, todo va bien. Y sólo al día siguiente del encuentro establecí la conexión entre su mirada y la del arcángel.
Estamos en el Monte del Gozo frente a Santiago. Al subir más allá de la capilla, en medio de los robles, podemos ver los tres campanarios de la catedral, allí, a contraluz, por encima de los tejados de la ciudad.
- Ya está, se acabó.
La suiza sigue llorando.
- Te felicito, dice, intentando reírse.
Por la noche, buscamos en vano a Michelle en la plaza del Obradorio.
- Ya está, se acabó.
La suiza sigue llorando.
- Te felicito, dice, intentando reírse.
Por la noche, buscamos en vano a Michelle en la plaza del Obradorio.
Lunes 7 de noviembre de 2022.
Han pasado 41 años. El informe se ha sumado al silencio de las palabras olvidadas. Nunca volví a ver a Michelle ni a la suiza. Los viajes también valen para estos encuentros sin continuación. Un viaje tiene un final que no puede ser el final de una peregrinación. Yo sé porqué fui de La Coquille a Compostela a principios del verano de 1981. Nunca sabré lo qué lanzó a Michelle a la carretera. Pero sí sé que, al ir de Saint-Omer a Compostela en bicicleta, ofreció a las personas que encontró mucho más que el misterio de sus ojos.